Apología a la Libertad

Def: Discurso de palabra o por escrito, en defensa o alabanza de alguien o algo.

Nombre: Apologista
Ubicación: Argentina

martes, enero 16, 2007

El avión de la bella durmiente.

" Por qué escribir, me preguntás. Un blog, un manojo de textos flotando en el ciberespacio con suerte errante y destino incierto. Páginas que cuanto más breves, más leídas, y que cuando se despliegan a dos tiempos, corren rápido hacia la indiferencia y el olvido"
Una persona a quien quiero y respeto mucho escribió esto una vez -entre otras cosas- y me dejó pensando.

En Navidad me compré 12 cuentos peregrinos de GABO y descubrí un cuento hermoso que me gustaría compartir con ustedes.

Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil:
chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. «Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida», pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.
Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una
hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la
aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el
altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi
distracción.
A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista.
«Claro que sí», me dijo.
«Los imposibles son los otros».
Siguió con la vista fija en la pantalla de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
— Me da lo mismo — le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.
Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla
fosforescente. — Escoja un número — me dijo,—: tres, cuatro o siete.
— Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
— En quince años que llevo aquí — dije primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de
mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de
consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto
acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
— ¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera — dijo con su sonrisa—. La radio anunció esta mañana que será
la nevada más grande del año.
Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones,estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeros de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las
salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las
escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje.
Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se
hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño.
Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña
fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la
noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos.
«Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería», pensé. Y apenas
si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió. Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano.

Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa
para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza
que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo
de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiana que trató de
despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, y aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio todo lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la
inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para
morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
— A tu salud, bella.
Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas.
Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las
nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte 28 años, me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo
efímero. «Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados», pensé, repitiendo en la cresta de espumas de
champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su niel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia del placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
— Quién iba a creerlo — me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña— Yo,
anciano japonés a estas alturas.
Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la
película, y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío
yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona.
Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo,
estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el
espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los
estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y
prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en
estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. «Carajo», me dije, con un gran desprecio. «¡Por qué no nací Tauro!». Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar.
Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.

Junio 1982.

11 Comentarios:

Blogger Hector dijo...

Apolita lo siento pero no tengo tiempo de leer tu post:S esta my largo pero te mando un cordial y gran saludo desde monterrey mexico!

1:19 a. m.  
Blogger el fantasma de la libertad dijo...

Apo,

primero: por dios! ya bastante enfermante es que la gente no lea porque algo es largo y les requiere más de dos minutos, peor aún que encima pasen a dejar ese "incisivo" comentario!!!! venía hablarte de tu post cuando leí arriba y ya no lo podía creer.
aquí aparece la decadencia del blog "no tengo tiempo de leer", "che, muy largo", todos, por supuesto, adornados con saludillos que seguro era lo que tenías en mente cuando te pusiste a escribir (y transcribir) esta entrada.

en fin, a lo nuestro.

conocía el cuento, porque ya hace muchos años había leído la primera edición de 12 Cuentos Peregrinos, que mi padre, viajando por América Latina traía apenas salido del horno.

en esta relectura, me quedo con las siguientes palabras:

"Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar."

las más de las veces, los puntos opuestos son mucho más parecidos de lo que creemos. hay muchas maneras de ser un extraño.

cordiales saludos!

pd: comprate el libro que te recomendé hace dos meses!

12:14 p. m.  
Blogger Apologista dijo...

Gracias muchachos por los saludos.
besos.


Fantasma espectante/espectador:
Yo sabia como iban a ser las cosas. Pero mas que nada el cuento lo publique por mi.
Muchas veces me pregunto si escribo para mi o para ustedes. Seguro que vos también te preguntarás eso seguido.
Tiene muchas partes interesantes.
Las frases que marcas tambien llamaron mi atencion -entre otras-

muchos besos, es que no estaban obligados a leer todo... me hubiese gustado, por el valor del cuento en sí mismo.

Apolita.

12:46 p. m.  
Blogger Gaby del Río dijo...

Jeje, Apo, tienes razón, la gente no lee por que no tiene ganas, punto. Siempre hay tiempo para leer, la cosa es que no se lo dá cada uno, en fin. Ya conocía el cuento y me parece maravilloso, hay que ver que podría no ser cuento, pasa cada día, es verdad, supongo que el saludo de un extraño puede resultar bastante revitalizador, después de un viaje tan duro...
Un beso enorme!!

1:47 p. m.  
Blogger cheguevara dijo...

genial, como todo lo de Gabo.lo leí bastante pero no me acordaba de este en particular y realmente son cosas que pasan,
que ganas de ir en ese avión+
un acierto
abraci
CHE

8:44 p. m.  
Blogger Taito dijo...

Mi querida Apolita: Ya regresé, ahora sí desde mi casa. Vengo a visitarte y resulta que nos regalas este cuento que es una de las mil quinientas razones por las que amo a Gabriel García Márquez. (Soy su novia, pero él no lo sabe). En fin, gracias por ser siempre como eres, mi querida amiga. Besos

9:32 p. m.  
Blogger Recursos para tu blog - Ferip - dijo...

Qué historia...! Me quedé acá...

" me fue imposible escapar ni un instante al hechizo
de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado."....pensando en esos momentos intermedios entre el sueño y la realidad...en el que creamos "lo nuestro"....

Pena que haya terminado tan "superficisl"....con traje de lince, pintura y pocas palabras....

ME QUEDO con ël, el hombre, el navegante...el gentil navegante.


Otro punto: manejar la frustración.
Desde su deseo hasta la realidad, un camino que a veces nos dará placer, y otras, simplemente descubrir al otro, quien no es más que nosotros mismos, en otra instancia....

Juzgarlo? Para qué...nunca se puede decir "de esta agua no he de beber"..
La lectura es como el observador, encuentra o no emoción, y eso no se cuestiona....

Beso!

8:13 a. m.  
Blogger Apologista dijo...

Gaby: Volviste!!! se te extraño. Ojala la hayan pasado hermoso. Por supuesto que sería maravilloso y mas si el extraño nos comentara algo de lo que sintio este buen hombre...
besos

Ernesto: Gabriel tiene eso. Es genial a los 18, 28, 38, 48, 58, 68, 78, 88 y me atreveria a decir a los 98!
besos.

Tay: lucha en el barro! Es MI novio... igual yo lo preferiria como un profesor de literatura (o de vida) no te parece?
miles de besos

Ferí: Volviste vos tambien! Te queria agradecer por pasar y decirte que si tenes algun tiempo subas algo a tertulias porque el gran hermano tiene telarañas ahora... no te parece?
abrazo, como anda el pie?

11:54 a. m.  
Blogger Taito dijo...

Tienes toda la razón. Sería mejor como maestro, lo malo es que ni modo de decirle que terminamos justo ahora, sería romperle el corazón. Y para que veas que te adoro, acepto ser la novia número 2 ¿vale?

4:11 p. m.  
Blogger Gaby del Río dijo...

si, volví, la verdad fué bastante bueno...jeje, eso sería maravilloso...qué pudo haber sentido?? quizá algun día alguien pueda explicarnoslo...
Un beso!!
:)

9:36 p. m.  
Blogger Recursos para tu blog - Ferip - dijo...

Mariana:
nunca dejo de pasar por tus post...te diste cuenta? A mí no me dan mucha bolilla...no sé que pasa...fijate que siempre los visito...En serio, estoy triste. No quiero leer entre líneas.

A Tertulias subí algo hoy temprano, después del diálogo que voy siguiendo en el post anterior...Ya son las 9 y media...pasó alguien??? Ahora me entero de un proyecto nuevo...no sé..
No sé.

Un beso, Mariana.
Bien tu corazoncito???


Ya ví el post de arriba....es increíble!!! Pero no te enganches en lo largo, lo corto, esas pavadas...perdoname, quiero serte sincera....el que quiere leer, lee y punto.
También se puede leer mas tarde....a veces no se puede leer y vale que alguien haya pensado en vos y te visite....Te deje un beso, un saludito...Tanta exigencia no es buena, uno hace esto con diferentes motivaciones...No todo es diez!!! Te mando un abrazo...estoy medio tristona...

9:30 p. m.  

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